lunes, 17 de enero de 2011

RECUERDOS DE LA CORTE

Hay días de gloria que hacen que sea plena nuestra fe en la humanidad y que en nuestra alma renace la confianza, que sabemos con certidumbre que nuestro futuro está en manos de quien puede guiarnos hacia la felicidad. En los antiguos reinos de Michoacán acaba de reinstaurarse la monarquía, después de varios gobiernos espurios. Con ello se da un rotundo mentís a los republicanos, y queda de manifiesto, que es una verdad eterna que nadie gobierna mejor que alguien que ha sido educado para gobernar desde que nació – fuera los advenedizos e improvisados-, como nuestro monarca recién coronado Lázaro II, hijo de Cuauhtémoc I, recordado como El Puro, cuarto en la dinastía Purepecha.

Pero no debo dejar que la emoción haga que mi pluma vaya más rápida y por ella no sea fiel en la narración de tan augusto suceso. El día anterior a la coronación, en un auto descapotable que le prestó La Tigresa, Lázaro II recorrió todo Morelia y fue homenajeado en el estadio de los monarcas.

En la ceremonia formal, los búcaros en flor adornaban el recinto, los candiles encendidos hacían presagiar la luz que el nuevo emperador irradiará sobre los espíritus de los gobernados, un tapete rojo continuaba el tapete de flores que el pueblo tendió desde la casa real hacia el recinto de coronación, un regimiento de húsares adelantaba al cortejo, en tanto que el pueblo delirante con palmas en la mano gritaba vítores al coronado, quien lucía una guirnalda de laureles durante el trayecto. El emperador iba en una carroza totalmente dorada, a la que tiraban cien negros (si usted se acuerda de la entrada de Cleopatra a Roma en la película, era más o menos igual), esa misma carroza fue la que usaron su padre, el Tata y el tío Dámaso. Tras de ella venía Cuauhtémoc I y su distinguida esposa; Doña Amalia, la reina Madre, que elegantísima lució unos brillantes, regalo del Tata con motivo de la expropiación petrolera; en otras carrozas los seguían los demás miembros de la familia real.

De las familias reales europeas vinieron pocos, y es que los relajientos se fueron a la boda de Guillermo de Holanda, conocido por las lenguas viperinas como “Willy el tonto”, que se casó con una argentina que está para reventar de buena, pero que sin embargo es chillonsísima; y el otro grupo de reales europeos se fueron al entierro de la princesa Margarita, que según las malas lenguas iban a certificar el hecho de que de veras la enterraron.

Sin embargo, estuvo presente Miguel III, de los reinos de Veracruz, acompañado de su bella esposa. Éste fue hijo de Miguel II, conocido como “El empresario” y nieto del primer Miguel veracruzano. Debemos de recordar que ambas dinastías están cercanamente emparentadas y que ambas derivan de la familia revolucionaria, propietaria del derecho divino y real a gobernar, y aspirantes ambas al trono nacional: Miguel, por parte de los veracruzanos y Cuauhtémoc por los michoacanos; ambos con méritos personales y familiares sobrados para aspirar al trono. Es nuestro más caro deseo que todavía estemos para 2006, en el que ciertamente asistiremos a la coronación de uno de estos dos (sinceramente yo me decanto por Témoc). Imagínense ustedes qué hermosura, Cuauhtémoc reinando en la nación, en tanto que Lázaro II, al mismo tiempo, rija los reinos de Michoacán

Sin duda la más elegante de la fiesta fue la para muchos bellísima Rosario Robles, que en esta ocasión trasformó su habitual melena lisa en un peinado lleno de rizos. En el cuello llevaba una gargantilla de terciopelo, regalo de un connotado constructor, con una perla en el centro, a juego con los pendientes. Lucía un elegantísimo traje de noche de aire romántico con favorecedor escote barco, en seda amarilla y finísimo terciopelo negro, bordado en un tono grisáceo y chal a juego.

Luciendo el gran collar del Pelelagarto, orden que lucen quienes gobiernan la gran chilangostlán, estaba su alteza serenísima don Andrés López Obrador, quien usó para la ocasión un elegante traje negro con corbata y camisa del mismo color, diseño exclusivo de Chucho Ortega, de la casa Pior. Se hizo acompañar de María Rojo, que llevaba un traje de seda encarnada, probablemente de la casa Fuchi, salpicado con cristal y pedrería, complementado con un fular en gasa a tono y echarpe negro. Debemos decir que era una bella pareja y que causó gran admiración cuando bailaron “La cumparsita”, parecía que volaban y todos recordamos a Fred Astaire y Ginger Rogers.

Al llegar el momento de la coronación, en recuerdo de Napoleón, el Gran Corso, Lázaro tomó la corona en sus manos y en lugar de que se la colocaran los arzobispos que engalanaban con sus sedas el acto, se coronó a sí mismo. Espero que algún pintor, a semejanza de Jacques-Louis David, como en el caso del francés, aproveche la ocasión para pintar un cuadro acerca de la consagración del emperador Lázaro II con todos los asistentes, pues pocas veces se ha visto tanta elegancia y galanura en un festejo.

Del mundo de la cultura y la farándula asistieron muchos representantes, de los que sobresalían Güicho Domínguez y Marco Antonio Solís, así como Elenita, quien acompañaba a Monsiváis, que lucía un exclusivo Valentino color naranja, que de alguna manera contrastaba con sus canas alborotadas, con un peinado más bien flush a base de fancy full; el Sub Marcos, bien controlado por su pareja la Comandante Ramona, que ya dijo en el Congreso quién tiene el mando; él con un uniforme que le mandó regalar Hugo Chávez y ella ataviada con una bellísima Burka Afgana que hacía resaltar sus ojos color miel.

Tal y como debe ser, sólo tuvo entrada la prensa del Corazón; aunque reconocemos que algunos de telerisa se colaron, a los de la otra estación no los dejaron entrar. Por demás está decir que estuvo presente la totalidad de la aristocracia porfiriana, todos de pipa y guante; lo malo es que hubo algunos políticos que como siempre se colaron a la celebración, lo bueno es que al señor presidente no lo vistieron como en la visita al rey de España – acuérdense del Frac Zamorano. El cotillón fue dirigido por el gran chambelán de palacio, el excelentísimo don Samuel del Villar.

Por fin mis ojos han visto el imperio restaurado, ahora puedo morir en paz.

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